Volver a nuestra vida normal

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Irse de vacaciones y volver a nuestra ‘vida normal’.

Cuando era pequeña y llegaba el verano, mi madre, mi hermana y yo nos mudábamos a la casa familiar de la playa. Mi padre seguía trabajando, yendo y viniendo comiéndose las caravanas de la carretera de la costa de lunes a viernes.
Ahora que soy mayor, aunque ya se lo he dicho, voy a repetírselo – Gracias por el esfuerzo de darnos tres meses de vacaciones – erais y sois estupendos.

Entonces, cuando se acababa el verano, recuerdo llegar a casa y ver cómo se vaciaba el maletero de paquetes, bolsas, cazuelas, colchones, trastos de playa…  Y yo me quedaba sentada en los escalones de la escalera delante de la puerta de mi casa y no quería entrar.

¿Por qué no quieres entrar en casa? – me preguntaba mi cansada madre.

A mí nadie me ha preguntado si quería volver, y no, no quiero volver – decía yo incrédula de que pudieran tomar decisiones tan importantes sin consultármelo.

Mi madre, con la paciencia de haber criado a una especie de Mafalda, me explicaba que teníamos que volver al colegio, a ver a las amigas, a las clases de inglés y de patinaje. Que lo iba a pasar muy bien. Pero yo me negaba a entrar en casa, porque la vida que me estaba diciendo mi madre – que era tan genial – no tenía nada de comparable a ir todo el día en biquini, a los helados, a los amigos, a la libertad de la que disfrutaba con solo abrir la puerta y encontrarme con los primos y todos los compis para hartarnos de reír y jugar casi veinticuatro horas al día, en la calle o en la playa.

Los veranos.

Los veranos duraban tres largos meses. No había wifi, ni smartphones. Los niños disfrutábamos de días que parecían eternos, y tal vez sin saberlo, fuimos nosotros los que inventamos el Mindfulness.
Porque no había otra, teníamos que estar presentes en nuestra vida, disfrutando de cada momento sin distracciones. Porque no había ni Spotify, ni videojuegos, ni Instagram Stories para ver la vida de los demás. Y la televisión para niños se acababa a las ocho de la noche. Después empezaba la programación con dos rombos y tus padres te mandaban a pasear. Y no tenías más remedio que irte a la calle o a la playa a jugar a la botella, al verdad o acción y esperar que te tocará darle un beso al chico más guapo del verano. Por cierto… ¿cómo será ahora Juanito?

El virus de la adolescencia lo pasamos entre todo el grupo de primos y amigos. Nos dimos soporte, nos cubrimos las espaldas para llegar tarde, para ir a bailar, para darnos el primer beso. No había muchos peligros. El alcohol y las drogas eran difíciles de conseguir si no te movías en ciertos ambientes. Aun así, nuestros padres sufrían un estrés enorme si no llegábamos a la hora y se quedaban despiertos hasta que llegábamos, y nosotros no sabíamos exactamente el porqué de tanta preocupación.

Y sobrevivimos.

Sobrevivimos. A ir diez amigos en un coche sin cinturón. A la primera borrachera de sangría – papá es que estaba tan fresquita y dulce que me bebí siete vasos sin pensar – a maquillarnos como puertas para entrar en las discotecas nocturnas, a ir en moto sin casco, a caminar por el lado salvaje de la vida y casi todos salimos indemnes, menos el pobre Alejandro que se estrelló contra un árbol, en su recién estrenado Golf, porque no quiso quedarse a dormir la turca de aquel fin de vacaciones.

Ese verano crecimos de golpe. Entendimos la preocupación de nuestros padres mientras llorábamos incrédulos, en aquel funeral de septiembre, que amaneció con un sol que invitaba a margaritas con azúcar moreno, que duro verse cerrar la lápida y dejarle sumido en la oscuridad del que no va a volver.

Empezamos la universidad.

Algunos empezamos la universidad, a trabajar, nos mudamos a otros países. Nos enviábamos postales o cartas de siete páginas para contarnos cómo nos iba la vida. Mirábamos con impaciencia el buzón de la portería de casa, porque era lo más parecido al WhatsApp de hoy. Con el tiempo, perdimos el contacto con algunos amigos – nos devolvían las cartas porque se habían mudado sin dirección conocida -.
Hicimos otros, y en las fiestas familiares por fin podías abrazar a todas tus primas y primos del alma, y pasarte la comida poniéndote al día.

Y la vida no paró, y te licencias, y trabajas, y te enamoras, y te casas, y te conviertes en madre y haces números para ver cuántas vacaciones puedes hacer. O si puedes ir a la casa de los abuelos. Para algunos es posible, para otros no hay más abuelos que las fotos que tenemos en el comedor. Te reinventas, creas tus propias vacaciones, aunque en el fondo piensas que sería maravilloso darles a tus hijos esos tres meses de vacaciones pintadas de verano azul.

Y te lo propones.

Aunque no sean tres meses, vamos a pasar las vacaciones en familia. Y lo primero que buscas es una casa que tenga wifi gratuita. Dos adolescentes y una YouTuber en la veintena se comen los datos en un plis plas. Y todos queremos tener las vacaciones en paz sin llamar a Orange o a Vodafone.

Lo segundo es que tenga aire acondicionado porque la menopausia no descansa ni en verano.

Y lo tercero ha sido ir al lado de la familia para que al menos por dos semanas mis hijos sepan por qué adoras a tus primos sin excepción, qué son las fiestas de pueblo, cómo es pasar las largas horas de verano charlando, jugando a cartas, o haciendo deportes náuticos. Lo divertido que es ir de fiesta con tus primos y cubrirse unos a otros. Las noches de playa. Correr todos bajo la lluvia doblándose de risa o pasarte media hora intentando poner la llave en la cerradura.

Después de estas vacaciones me siento en paz. Ahora mis hijos ya saben cómo eran nuestros veranos porque hemos podido enseñarles cómo lo vivíamos nosotros. Un día ellos serán quienes las organicen para sus hijos. Y tal vez, paseando por la misma playa, les cuenten aquel primer verano pintado de color azul.

La vida no para.

Y aunque soy consciente de que la vida no para, la Mafalda que sigo llevando dentro – mientras hace las lavadoras, va al mercado y al súper, cocina, concilia la consulta quiropráctica y escribir con dar ánimos a los chicos en su año final de bachillerato o al inicio de la Universidad o a la vuelta al trabajo – sigue sentada en las escaleras diciéndole al universo – que a mí nadie me ha preguntado si quería volver -. La pega es que ahora la madre soy yo.

¡Feliz septiembre a todas!

 

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